El calendario dice que naciste hace un siglo, justo un día como hoy 15 de abril.
Yo solo se que me marcaste la vida para siempre, con tu peculiar forma de ser, con tu implacable rigurosidad para enfrentar la vida, privilegiando siempre el temple y el conocimiento. No había espacio para las cosas baladíes contigo.
Nos enseñaste a ser fuertes para sobrevivir en medio de todo. Y cada una de tus frases retumba hasta hoy en mi conciencia: «El paraguayo no capta lo universal», repetías quejándote de nuestra realidad, mientras hojeabas las páginas inmortales de Kant y tus voluminosos libros de Derecho Romano.
«Moriremos con las botas puestas», exclamabas cuando salías a girar por aquella Buenos Aires invernal de los años ’70, con la Tía Tota y tus hijas y sobrinas. Yo apenas era un pibe con recorte taza y cara de yo no fui, pero me impresionaba tu fortaleza, tu presencia de ánimo, tu empoderamiento, se diría hoy. Gracias a eso entendí bien temprano el verdadero rol de la mujer en la sociedad.
Seguí muy de cerca tu discurso político, profundamente febrerista, todavía ilusionada con la primavera de aquel Coronel que nos presentaste en sus días finales, como la persona recta y honesta que siempre fue Don Rafael Franco. Y por supuesto me llevaste a todos y cada uno de aquellos actos en la «Casa del Pueblo», en los que el Dr. Iramain exclamaba una y otra vez: «El febrerismo es el cambio y el cambio se viene».
Nos dijiste claramente que éramos unos privilegiados por acceder a la Universidad Nacional, y que cada clase dada era gracias al esfuerzo del pueblo. No nos exigiste menos que la excelencia académica y la rectitud de comportamiento. Contigo no había medias tintas. Tenías un proverbial desprecio por lo torcido y por la auto conmiseración. El «aichinjaranga che» no andaba contigo «Tetela».
Escuchamos juntos a la Negra Sosa, Horacio Guaraní y los Quilapayún en largas noches de invierno. Fuimos al Grand Rex a ver a Serrat cuando el concierto se suspendió por amenaza de bomba, y fuiste la primera en asistir a aquel primer festival que organicé en el CCPA en 1980.
Dicen que yo me dormía entre libros de derecho mientras vos preparabas tus últimos exámenes para recibirte de abogada mientras criabas siete hijos. Una profesión que ejerciste con gran carácter y determinación, defendiendo a mujeres vulnerables que encontraban solitario refugio en tu estudio jurídico de la calle O’Leary.
Obvio que nunca fuiste para nada la mamá típica que tejía escarpines y cuidaba de la casa. Es cierto que nos cocinabas como los dioses, pero no tenías mucho tiempo para las cuestiones sentimentales, ni para aquel cariño de pacotilla que renuncia al crecimiento personal, para reemplazarlo por una vida sosegada.
Lo tuyo se manifestó como una exigencia de ser siempre personas preparadas y fuertes, para justamente algún día, tratar de «captar lo universal».
En eso estamos mamá. Y siempre se te extraña, sobre todo cuando cantabas susurrando aquella canción de Carlos Gardel que decía:
«Era para mí la vida entera
Como un sol de primavera, mi esperanza y mi pasión
Sabía que en el mundo no cabía
Toda la humilde alegría de mi pobre corazón
Ahora, cuesta abajo en mi rodada
Las ilusiones pasadas, yo no las puedo arrancar
Sueño con el pasado que añoro
El tiempo viejo que lloro y que nunca volverá»
MF