El triste caso de la escribana Carmen Ruiz Díaz y la desaparición de sus 2 hijos pequeños nos deja poco espacio para la especulación y mucho lugar para la misericordia.
No es el momento de juzgar la conducta de la desafortunada mujer ni tampoco corresponde elaborar un juicio sumario a la conducta de su suegra. Todo esto debe quedar en manos de la justicia terrenal, y al mismo tiempo, para los creyentes, debe imponerse la fe en un poder superior que pueda sanar y acaso explicar tan dolorosa experiencia.
Al producirse el hallazgo del pequeño Juan Pablo el pasado sábado, se me ocurrió que para nosotros los comunes dotados de alguna fe, solo nos corresponde orar por el alma de este niño inocente atrapado en un drama familiar imposible de comprender y mucho menos de juzgar desde afuera.
Además, recordemos que aún no se ha dado con la pequeña Isabela, la niña aparentemente también arrojada al río Mondaÿ la semana pasada en una triste y lluviosa mañana.
Y si bien es comprensible la indignación ciudadana con respeto a un posible caso de incitación al suicidio por parte de la suegra de Carmen, habrá que esperar lo que arroje la investigación para entender fehacientemente lo ocurrido en esta descomunal tragedia familiar.
En toda nuestra trayectoria periodística hemos visto pocas veces un caso como el de Carmen Ruiz y sus niños. Por eso es tan importante que busquemos el equilibrio en la información a pesar de las características altamente emotivas del drama que vive esta familia del Alto Paraná.
Mientras tanto habrá que vigilar el trabajo de todo el sistema de justicia y conocer por qué esta joven mujer tomó tan drástica determinación.
Pero definitivamente lo que no podemos hacer es elaborar juicios de valor que no condicen con la profundidad de la tragedia ocurrida, ni mucho menos con la memoria de estos dos niños cuyas vidas terminaron de la peor manera, en las aguas profundas de un río oscuro y turbulento.
Dios los reciba en su inmenso amor.
MF